Cuando se fue a poner el sombrero –el sol picaba fuerte ahí fuera– descubrió que ya no tenía cabeza. Conturbado (no era cosa fácil aceptar verse así de pronto sin aquella idónea percha para la costosa y apreciada prenda) la buscó empecinadamente por todos los rincones de la casa sin lograr dar con ella.
¿Dónde había podido meterse esa descocada? Dándose ya por vencido (tenía un ineludible compromiso de trabajo a las tres en punto: era vendedor de Seguros de Vida) salió a la calle.
El sol brillaba rabiosamente allá en lo alto.
De golpe vio (ah, no cabía en sí del asombro) cómo la enorme bola de fuego descendía veloz y ocupaba –ahí justo entre sus hombros y sobre el fornido cuello-, el lugar que otrora ocupara su loca cabeza.
Desde ese momento todos en el pueblo lo conocieron como el “Astro Rey” de los vendedores de Seguros de Vida.
¿Dónde había podido meterse esa descocada? Dándose ya por vencido (tenía un ineludible compromiso de trabajo a las tres en punto: era vendedor de Seguros de Vida) salió a la calle.
El sol brillaba rabiosamente allá en lo alto.
De golpe vio (ah, no cabía en sí del asombro) cómo la enorme bola de fuego descendía veloz y ocupaba –ahí justo entre sus hombros y sobre el fornido cuello-, el lugar que otrora ocupara su loca cabeza.
Desde ese momento todos en el pueblo lo conocieron como el “Astro Rey” de los vendedores de Seguros de Vida.
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