Cuando vio la larga y desencajada figura de don Quijote materializarse en el centro del salón, lanza y escudo en ristre, no se sorprendió lo más mínimo. Siempre supo que un personaje de ficción bien logrado está más vivo que cualquiera de los seres de carne y hueso con los que el azar nos obliga a compartir la existencia. Y más aún: que esta verdad es todavía más verdadera en relación al viejo manchego devorador de libros de caballería que con cualquier otro personaje de la vasta y diversa literatura universal. De modo que, sin apartar la mirada del recién llegado huésped, dejó el volumen II del Ingenioso Hidalgo don Quijote de la Mancha sobre la mesita a su lado y, saltando presto del asiento, caminó jubiloso (y sintiendo en el alma una íntima e irrenunciable recompensa) al encuentro del Caballero de la Triste Figura que, como no podía ser menos, venía en compañía de su gordo y simple escudero Sancho Panza, con el que sostenía un intrincado e interminable diálogo al que él pronto, sin lugar a dudas, se incorporaría para siempre…
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