CÓMO llegar a ser capaces de pensar, de razonar, de conceptualizar? ¿Cómo lograr tener un pensamiento propio, rico y complejo y conseguir expresarlo y comunicarlo con precisión y eficacia a los demás?
Sin duda es este un arduo y duro proceso que exige constancia, tenacidad, método y rigor; los que sabemos son los valores epistemológicos o de la ciencia, a los que se llega tras largas horas de lectura, de estudio, de observación atenta y concentrada de la realidad, así como de un ejercicio continuado del pensar mismo en la reposada paz del silencio y de la soledad, pues todos los elementos contrapuestos a éstos están reñidos de forma drástica con el devenir del pensamiento.
Son muchas, pues, ciertamente, las capacidades que hay que desarrollar, pulir y cultivar para alcanzar el alto logro de pensar con propiedad, con elegancia y soltura y, sobre todo, con verdad, clarividencia y humana comprensión: capacidad de observación, de síntesis, de análisis o descomposición en partes, de abstracción y de conceptualización, es decir, capacidad de manejar conceptos y moverse con agilidad y destreza de lo general a lo particular (vehículos –automóviles –lexus; llama –caméllidos –cuadrúpedos), así como capacidad de observación, inducción, deducción e inferencia.
Asimismo, pensar exige obligadamente el dominio certero y preciso de la lengua y de las estructuras lingüísticas, de la lógica implacable del lenguaje, tan íntimamente ligada a la lógica matemática y a la lógica a secas; y conjuntamente con esto, sin duda, un buen conocimiento y manejo de las estructuras (lógicas, formales y sintácticas) de los textos.
Pero además, el pensar requiere del concurso de la memoria (capacidad de memorización), que resulta decisiva en el uso oportuno y pertinente de citas (directas e indirectas), de datos y cifras, así como de la ejemplificación (que ilustra y concretiza, pudiendo llegar incluso a tener un carácter probatorio).
Pero ojo: la memoria no es el pensamiento, como tampoco lo son los datos y las cifras ni la ejemplificación. Lo importante es lo que de estos elementos concretos (que pueden obtenerse oportunamente en cada momento preciso de materiales auxiliares y obras de referencia generales o especializadas) seamos capaces de extraer por inferencia y deducción. Los grandes jefes de estado, los grandes estadistas (como todo ser de “pensamiento propio”, real y cierto) no descienden nunca en sus exposiciones al particularismo extremo de los números pormenorizados, jamás empantanan el vuelo de su pensamiento en el por menor y detalle del pulpero minucioso y avaro con sus cuentas, sólo trazan las grandes líneas maestras (armoniosas, coherentes, “realistas”) de sus programas de gobierno. Luego serán los técnicos y especialistas los que completen el trabajo, reforzando con prolijos cuadros estadísticos el amplio y general dibujo.
El pensar, y el dominio de sus estructuras y mecanismos fisiológicos internos, pues, no se improvisa, no se adquiere en el supermercado ni nos puede tocar en suerte en una verbena o en una tómbola de feria ni en una de las muchas loterías puestas hoy en día a nuestro alcance. Es clara y obligadamente el resultado del esfuerzo y empeños personales constantes. En su desarrollo intervienen además componentes genéticos, biológicos y nutricionales que aquí deliberadamente dejo de lado. Como asimismo estará fuertemente condicionada la capacidad razonante por aspectos tales como la vida familiar, los niveles de instrucción (que vienen condicionados a su vez tanto por la enseñanza formal como por la informal), el tejido cultural en el que nos desenvolvemos naturalmente, ése que nos proporciona la sociedad (la ciudad y la nación en la que vivimos), el hábitat, en suma, en el que nos desenvolvemos cotidianamente desde nuestra más tierna infancia. Un niño que no tiene en las primeras edades los adecuados estímulos (formas, colores, texturas…) y retos, quedará casi con toda seguridad marcado de por vida, viendo seriamente mermadas, de forma sustancial, sus facultades intelectivas y de razonamiento en la edad adulta.
Sin duda es este un arduo y duro proceso que exige constancia, tenacidad, método y rigor; los que sabemos son los valores epistemológicos o de la ciencia, a los que se llega tras largas horas de lectura, de estudio, de observación atenta y concentrada de la realidad, así como de un ejercicio continuado del pensar mismo en la reposada paz del silencio y de la soledad, pues todos los elementos contrapuestos a éstos están reñidos de forma drástica con el devenir del pensamiento.
Son muchas, pues, ciertamente, las capacidades que hay que desarrollar, pulir y cultivar para alcanzar el alto logro de pensar con propiedad, con elegancia y soltura y, sobre todo, con verdad, clarividencia y humana comprensión: capacidad de observación, de síntesis, de análisis o descomposición en partes, de abstracción y de conceptualización, es decir, capacidad de manejar conceptos y moverse con agilidad y destreza de lo general a lo particular (vehículos –automóviles –lexus; llama –caméllidos –cuadrúpedos), así como capacidad de observación, inducción, deducción e inferencia.
Asimismo, pensar exige obligadamente el dominio certero y preciso de la lengua y de las estructuras lingüísticas, de la lógica implacable del lenguaje, tan íntimamente ligada a la lógica matemática y a la lógica a secas; y conjuntamente con esto, sin duda, un buen conocimiento y manejo de las estructuras (lógicas, formales y sintácticas) de los textos.
Pero además, el pensar requiere del concurso de la memoria (capacidad de memorización), que resulta decisiva en el uso oportuno y pertinente de citas (directas e indirectas), de datos y cifras, así como de la ejemplificación (que ilustra y concretiza, pudiendo llegar incluso a tener un carácter probatorio).
Pero ojo: la memoria no es el pensamiento, como tampoco lo son los datos y las cifras ni la ejemplificación. Lo importante es lo que de estos elementos concretos (que pueden obtenerse oportunamente en cada momento preciso de materiales auxiliares y obras de referencia generales o especializadas) seamos capaces de extraer por inferencia y deducción. Los grandes jefes de estado, los grandes estadistas (como todo ser de “pensamiento propio”, real y cierto) no descienden nunca en sus exposiciones al particularismo extremo de los números pormenorizados, jamás empantanan el vuelo de su pensamiento en el por menor y detalle del pulpero minucioso y avaro con sus cuentas, sólo trazan las grandes líneas maestras (armoniosas, coherentes, “realistas”) de sus programas de gobierno. Luego serán los técnicos y especialistas los que completen el trabajo, reforzando con prolijos cuadros estadísticos el amplio y general dibujo.
El pensar, y el dominio de sus estructuras y mecanismos fisiológicos internos, pues, no se improvisa, no se adquiere en el supermercado ni nos puede tocar en suerte en una verbena o en una tómbola de feria ni en una de las muchas loterías puestas hoy en día a nuestro alcance. Es clara y obligadamente el resultado del esfuerzo y empeños personales constantes. En su desarrollo intervienen además componentes genéticos, biológicos y nutricionales que aquí deliberadamente dejo de lado. Como asimismo estará fuertemente condicionada la capacidad razonante por aspectos tales como la vida familiar, los niveles de instrucción (que vienen condicionados a su vez tanto por la enseñanza formal como por la informal), el tejido cultural en el que nos desenvolvemos naturalmente, ése que nos proporciona la sociedad (la ciudad y la nación en la que vivimos), el hábitat, en suma, en el que nos desenvolvemos cotidianamente desde nuestra más tierna infancia. Un niño que no tiene en las primeras edades los adecuados estímulos (formas, colores, texturas…) y retos, quedará casi con toda seguridad marcado de por vida, viendo seriamente mermadas, de forma sustancial, sus facultades intelectivas y de razonamiento en la edad adulta.
Y esto es tremendamente grave y tiene
calamitosas consecuencias no solo para el individuo como ente aislado
sino también para el conjunto de la sociedad. Sin pensamiento no hay
desarrollo individual y, por tanto, tampoco auténticos ciudadanos y consecuentemente
tampoco una auténtica y real democracia. Cuando pienso, razono, colijo,
deduzco, infiero, separo, clasifico, contrasto, comparo, sopeso, califico,
analizo, realizo una valoración (positiva/negativa) de los hechos de la
realidad, saco mis propias conclusiones y, entonces, actúo en consecuencia, ya
con plena consciencia y plena responsabilidad.
El pensar pues no es patrimonio exclusivo de los grandes
intelectuales ni de los avezados científicos ni de los notables sabios que en
el mundo han sido, como equivocadamente sostienen muchos. Nadie tiene el monopolio exclusivo de esta alta capacidad humana
que nos define e identifica como especie. Piensan (si es que realmente lo son) los ciudadanos comunes y corrientes del país y
del mundo, es decir, seres “sujeto de
derechos (y de obligaciones) políticos, civiles y sociales, y que intervienen de
forma activa ejercitándolos en la sociedad y ante el gobierno de la nación”.
Hombres y mujeres lúcidos, que deciden vivir con los ojos abiertos, y son, en
consecuencia, seres (hombres y mujeres) dueños de sus propias vidas y de sus
propios destinos.
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