Ir al contenido principal

Camión





EL CAMIÓN  dejó atrás un tramo de cerradas curvas zigzagueantes y ganando velocidad se internó en una prolongada recta en declive.
Entonces lo vio. Era un hombre alto y delgado, de pie en mitad del camino, bajo el calcinante sol de la tarde.
Cauto y precavido, queriendo evitar a toda costa cualquier posible accidente, redujo la velocidad del pesado vehículo e hizo  sonar repetidas veces la estridente bocina.
Pero el hombre no se movió ni un ápice de su sitio;   permaneció  allí en medio de pie, erguido cuan largo era, absolutamente imperturbable.
Consternado –“no era plan de llevármelo por delante,  de aplastarlo como una mosca, de cargar por el resto de mis días con  esa muerte sobre mis espaldas”…–, sacó medio cuerpo fuera de la alta y espaciosa cabina y prodigó gestos, señas, muecas, gritos y todavía más bocinazos...
Pero tampoco ahora el hombre se movió de su sitio. Por el contrario, con reconcentrada determinación  –lo veía ya con absoluta nitidez, pues la distancia entre ambos se había acortado ostensiblemente– enfrentó el rojo y enorme camión con actitud hostil y desafiante… como si fuera a hacerlo pedazos con su cuerpo al momento de  producirse el  brutal encontronazo...
Entonces lo vio claro.
 “No existe en el mundo”, se dijo, “fuerza humana capaz de remover a este hombre de su sitio, no  me queda más alternativa (es más que evidente) que plegarme a su  voluntad, asumir con todas sus consecuencias el papel que me  impone, que no es otro que el de instrumento a través del cual él habrá de  dar cabal cumplimiento a su fatal designio...

Y  hundió a fondo el acelerador...

 


Comentarios

Entradas populares de este blog

El solitario

HACE ya mucho tiempo que la gente dejó de interesarme. No es que viva solo, no es que viva aislado, apartado del mundanal ruido y sus afanes. No. Simplemente me muevo entre mis congéneres como si éstos no existieran. Mejor aún: para mí en verdad ya no existen. Aun cuando los pueda tener aquí al alcance de la mano, no los tomo en cuenta para nada. Ni para lo bueno ni para lo malo... Nunca. Esta actitud mía puede parecer exagerada, penosa, triste, incluso verdaderamente dramática (sobre todo si se toman en cuenta los vínculos tan profundos que en otros tiempos me ligaron a esta gente, vínculos que en mi ingenuidad y candor yo llegué a creer indisolubles, eternos…), pero la realidad es que no lo es en absoluto. Todo lo contrario. Mi actual  actitud es justamente la que debo adoptar, y bien a las claras la misma ha sido decisiva para la preservación de mi salud mental  y para mi desarrollo y crecimiento personales. ¡Que ya se sabe: Más vale estar solo que mal acompañado!…

Biografía

Carlos Enrique Cabrera nació en La Vega, República Dominicana. Se licenció en Filología Hispánica en la Universidad Autónoma de Madrid (España) y realizó estudios de Bibliotecología y Documentación en instituciones educativas de esa capital europea. Durante años se desempeñó como bibliotecario de la Red de Bibliotecas Públicas de la Comunidad Autónoma de Madrid y como colaborador externo de importantes editoriales españolas (Editora Nacional, Plaza y Janés, Alfaguara, Playor). En la actualidad, es profesor a tiempo completo del Área de Humanidades y Ciencias Sociales del Instituto Tecnológico de Santo Domingo (INTEC). En 2001 fundó la revista de letras, artes y pensamiento Caudal, que bajo su dirección, lleva publicados 29 números. Ensayos y cuentos suyos han aparecido en diversos medios impresos y digitales y son de su autoría los libros Reflexiones de bolsillo (INTEC, 2002). Tiempos difíciles: ensayos sociales, culturales y filosóficos (INTEC, 2010) y el conjunto de micro

Pasión de los conjurados

Por JOSÉ M. FERNÁNDEZ PEQUEÑO         El cuento es género contradictorio y rebelde. Mientras constituye quizás la modelación genérica más estricta dentro de la ficción narrativa, rechaza también con pasmosa violencia cualquier intento de cristalización expresiva. Por eso ninguna definición le ajusta bien: basta que alguien quiera apresarlo con las armas de la conceptualización, para que él se sacuda y nos deje un reguero de muestras que escapan al inmovilismo de las clasificaciones. Quien anduvo por esos territorios, a un tiempo delineados e imprecisos, sabe la disciplina que exige escribir un cuento: ese hilo de tensión que necesita ser mantenido a cualquier precio, ese arco voltaico que une como dos polos el principio y el final de la narración, ese asombro cuyo resultado más genuino es la sospecha de que el verdadero cuento sigue ocurriendo más allá del punto final, subsumido en alguna zona imprecisa del lector. Casi todos sus cultores más valiosos han pugnado contra esa