EL CAMIÓN dejó atrás un tramo de
cerradas curvas zigzagueantes y ganando velocidad se internó en una prolongada
recta en declive.
Entonces lo vio. Era un
hombre alto y delgado, de pie en mitad del camino, bajo el calcinante sol de la
tarde.
Cauto y precavido, queriendo
evitar a toda costa cualquier posible accidente, redujo la velocidad del pesado
vehículo e hizo sonar repetidas veces la
estridente bocina.
Pero el hombre no se movió ni
un ápice de su sitio; permaneció allí en medio de pie, erguido cuan largo era,
absolutamente imperturbable.
Consternado –“no era
plan de llevármelo por delante, de
aplastarlo como una mosca, de cargar por el resto de mis días con esa muerte sobre mis espaldas”…–, sacó
medio cuerpo fuera de la alta y espaciosa cabina y prodigó gestos, señas,
muecas, gritos y todavía más bocinazos...
Pero tampoco ahora el hombre
se movió de su sitio. Por el contrario, con reconcentrada determinación –lo veía ya con absoluta nitidez, pues la
distancia entre ambos se había acortado ostensiblemente– enfrentó el rojo y enorme
camión con actitud hostil y desafiante… como si fuera a hacerlo pedazos con su
cuerpo al momento de producirse el brutal encontronazo...
Entonces lo vio claro.
“No existe en el mundo”, se dijo, “fuerza
humana capaz de remover a este hombre de su sitio, no me queda más alternativa (es más que evidente)
que plegarme a su voluntad, asumir con
todas sus consecuencias el papel que me
impone, que no es otro que el de instrumento a través del cual él habrá
de dar cabal cumplimiento a su fatal
designio...
Y hundió a fondo el acelerador...
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