AL FINAL se había visto obligado a hacer público el secreto
que durante cuarenta y cinco largos años había ocultado a todos y aún incluso
(era lo peor) a sí mismo. Ante la expectante muchedumbre que colmaba la plaza,
lo reveló.
Él no era más que una apariencia, un simulacro, una engañosa
proyección tridimensional. Su esencia y concreción material residía en ellos:
los ciudadanos, el pueblo.
Y conforme sus palabras –amplificadas en la plaza por
potentes altavoces y difundidas al país a través de los medios– fueron
comprendidas y asimiladas, todos vieron (les tomó su tiempo darlo por real y
cierto) cómo el atroz y sanguinario tirano se deshacía en el aire, no dejando
tras de sí más que su abominable memoria.
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