El cuento es género contradictorio y
rebelde. Mientras constituye quizás la modelación genérica más estricta dentro
de la ficción narrativa, rechaza también con pasmosa violencia cualquier intento
de cristalización expresiva. Por eso ninguna definición le ajusta bien: basta
que alguien quiera apresarlo con las armas de la conceptualización, para que él
se sacuda y nos deje un reguero de muestras que escapan al inmovilismo de las
clasificaciones. Quien anduvo por esos territorios, a un tiempo delineados e
imprecisos, sabe la disciplina que exige escribir un cuento: ese hilo de
tensión que necesita ser mantenido a cualquier precio, ese arco voltaico que
une como dos polos el principio y el final de la narración, ese asombro cuyo
resultado más genuino es la sospecha de que el verdadero cuento sigue
ocurriendo más allá del punto final, subsumido en alguna zona imprecisa del
lector.
Casi todos sus
cultores más valiosos han pugnado contra esa síntesis estricta que impone el
cuento. Jorge Luís Borges logró moverse dentro de ella con una soltura que en
ocasiones roza lo ensayístico y tiene ―como era habitual en cuanto tocaba el
maestro argentino― su punta de relectura irónica del género. Quizás por eso
nunca acudió a los modos expresivos de la novela: no los necesitaba. Lino Novás
Calvo, congeniando el realismo con la mirada interiorista, pudo ensanchar el
molde genérico al extremo de que muchas veces uno siente que sus textos más
morosos cruzan el límite ―siempre impreciso― hacia los dominios del relato. La
aparición de ese libro espléndido que es La luna nona y otros cuentos
levantó en 1942 la admiración de Juan Bosch, pero también su criterio de que
aquellas narraciones no eran cuentos. A partir de esa negación cobraría cuerpo
definitivo la acción teórica del dominicano sobre el cuento.
Pero, género
contradictorio hasta las últimas consecuencias, su práctica creadora registra
igualmente la reacción inversa: el acto narrativo que se contrae en busca de lo
esencial literario, la historia reducida a sus componentes tiempo-espaciales
mínimos. Esos son los microcuentos ―o minicuentos o relatos hiperbreves, como
también suele llamárseles―, una modalidad que sin dudas ha venido a llenar
importantes necesidades expresivas de nuestro tiempo, si asumimos el hecho de
que cuenta cada vez con más adeptos y lectores en la literatura de lengua
española producida durante las últimas décadas.
Tal proyecto
narrativo no sólo agudiza la estricta disciplina que exige la escritura del
cuento, sino que obliga a la intensificación de sus rasgos más señalados: la
exactitud al nombrar, el final impactante, el profuso empleo de la sugerencia,
la economía en las caracterizaciones de personajes, escenarios y situaciones,
el empleo de una intertextualidad esencial, etc. Pero, sobre todo, al dejar por
necesidad la mayor parte de su historia sumergida, el microcuento precisa de un
lector-creador que se ocupe de construir acciones y comportamientos que son
apenas esbozados por el texto concreto. La más conocida e impresionante de
estas piezas escritas en lengua española ―“El dinosaurio”, de Augusto
Monterroso, claro― ejemplifica muy bien lo dicho: “Cuando despertó, el
dinosaurio todavía estaba allí”. Gracias al enganche de un adverbio de tiempo
―todavía―, quedan vinculados los dos espacios esenciales ―el sueño y la
vigilia― que propician la estructura narrativa, a la espera de que el receptor
literario “arme” una historia que puede ser bien distinta de acuerdo con la
experiencia y las necesidades de cada individuo. Más democracia literaria es
imposible.
A esa estirpe
pertenecen las piezas que
Quiero decir que
Ahora bien, donde
esas armas literarias alcanzan su máximo poder dentro del volumen es en el
libre manejo de la intertextualidad, en la ejecución de una relectura cuya
efectividad crece todavía más cuando se realiza con un elegante y aparentemente
nada pretencioso gesto de suave ironía que, como en un juego implacable, puede
ensañarse con cualquier discurso ajeno, desde textos literarios ―“El arquero”―,
pasando por piezas paremiológicas ―“Los ojos del amo”―, hasta cebarse sin piedad en hábitos
cotidianos o en codificaciones muy calcificadas por los géneros de la cultura
de masas, como en esta muestra sobresaliente: “Miró con tanta intensidad
y concentrada atención a la bella mujer que su imagen terminó grabándosele en
Pero cuidado...
mucha atención. Hay a lo largo de Conjuros una serie de índices que el
lector no debe pasar por alto. En principio, la inmensa mayoría de las piezas
que componen el volumen adoptan una clara distancia con respecto a lo que
podemos entender como la realidad palmaria en que viven su autor y sus
presuntos lectores. En ellas se manejan personajes, escenarios, épocas, maneras
lingüísticas, creencias, etc., que pertenecen a otros ámbitos o a otros
momentos literarios. La advertencia es diáfana:
En fin, se está
solicitando un lector activo y decidido a participar, capaz de aportar algo más
que su perspectiva a la hora de asumir el hecho literario. Un lector que se
atreva a completar el acto narrativo y que, para lograr esto, sepa que sólo
podrá valerse de los más auténticos recursos que provee la literatura, al
margen de los cómodos escapes habituales hacia la lectura política o
sociologizante. Puesto en ese camino,
No se llamen a engaño. Nada de casual
o de ingenuo hay en esas señales. Tal exigencia de un lector activo se
encuentra contenida en el propio título del volumen. Un conjuro es
encantamiento, hechizo, pero es también la acción de conjurar; es decir,
la unión de varias personas bajo juramento para conspirar. Con este libro,
Acerca
del Autor
José M. Fernández Pequeño ha publicado una veintena
de libros en géneros como el ensayo, la narrativa y la literatura para niños.
Nació en Cuba, pero entre 1998 y 2013 se trasladó a la República Dominicana,
cuya nacionalidad ostenta. Comenzó su carrera en la crítica literaria y el
ensayo, con títulos como Cuba: la narrativa policial entre el querer y el
poder (1994) y En el espíritu de las islas, los tiempos posibles de Max
Henríquez Ureña (2003). Luego, su labor se concentró en la narrativa, con
libros como El arma secreta (2014), Bredo, el pez (2017), la
novela Tantas razones para odiar a Emilia (2021) y Se cortan chazo (2022).
Entre otros, ha ganado el Premio Memoria (1997), organizado por la UNESCO; dos
veces el Concurso Iberoamericano de Cuentos de Casa de Teatro (2001 y 2019);
dos también los Premios Anuales de Literatura en la República Dominicana (2013
y 2016); y los Florida Book Awards (2014). Actualmente vive y trabaja en Miami.
Comentarios
Publicar un comentario
Déjame tu valioso comentario