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Pasión de los conjurados

Por JOSÉ M. FERNÁNDEZ PEQUEÑO

 

 

 

 

El cuento es género contradictorio y rebelde. Mientras constituye quizás la modelación genérica más estricta dentro de la ficción narrativa, rechaza también con pasmosa violencia cualquier intento de cristalización expresiva. Por eso ninguna definición le ajusta bien: basta que alguien quiera apresarlo con las armas de la conceptualización, para que él se sacuda y nos deje un reguero de muestras que escapan al inmovilismo de las clasificaciones. Quien anduvo por esos territorios, a un tiempo delineados e imprecisos, sabe la disciplina que exige escribir un cuento: ese hilo de tensión que necesita ser mantenido a cualquier precio, ese arco voltaico que une como dos polos el principio y el final de la narración, ese asombro cuyo resultado más genuino es la sospecha de que el verdadero cuento sigue ocurriendo más allá del punto final, subsumido en alguna zona imprecisa del lector.

Casi todos sus cultores más valiosos han pugnado contra esa síntesis estricta que impone el cuento. Jorge Luís Borges logró moverse dentro de ella con una soltura que en ocasiones roza lo ensayístico y tiene ―como era habitual en cuanto tocaba el maestro argentino― su punta de relectura irónica del género. Quizás por eso nunca acudió a los modos expresivos de la novela: no los necesitaba. Lino Novás Calvo, congeniando el realismo con la mirada interiorista, pudo ensanchar el molde genérico al extremo de que muchas veces uno siente que sus textos más morosos cruzan el límite ―siempre impreciso― hacia los dominios del relato. La aparición de ese libro espléndido que es La luna nona y otros cuentos levantó en 1942 la admiración de Juan Bosch, pero también su criterio de que aquellas narraciones no eran cuentos. A partir de esa negación cobraría cuerpo definitivo la acción teórica del dominicano sobre el cuento.

Pero, género contradictorio hasta las últimas consecuencias, su práctica creadora registra igualmente la reacción inversa: el acto narrativo que se contrae en busca de lo esencial literario, la historia reducida a sus componentes tiempo-espaciales mínimos. Esos son los microcuentos ―o minicuentos o relatos hiperbreves, como también suele llamárseles―, una modalidad que sin dudas ha venido a llenar importantes necesidades expresivas de nuestro tiempo, si asumimos el hecho de que cuenta cada vez con más adeptos y lectores en la literatura de lengua española producida durante las últimas décadas.

Tal proyecto narrativo no sólo agudiza la estricta disciplina que exige la escritura del cuento, sino que obliga a la intensificación de sus rasgos más señalados: la exactitud al nombrar, el final impactante, el profuso empleo de la sugerencia, la economía en las caracterizaciones de personajes, escenarios y situaciones, el empleo de una intertextualidad esencial, etc. Pero, sobre todo, al dejar por necesidad la mayor parte de su historia sumergida, el microcuento precisa de un lector-creador que se ocupe de construir acciones y comportamientos que son apenas esbozados por el texto concreto. La más conocida e impresionante de estas piezas escritas en lengua española ―“El dinosaurio”, de Augusto Monterroso, claro― ejemplifica muy bien lo dicho: “Cuando despertó, el dinosaurio todavía estaba allí”. Gracias al enganche de un adverbio de tiempo ―todavía―, quedan vinculados los dos espacios esenciales ―el sueño y la vigilia― que propician la estructura narrativa, a la espera de que el receptor literario “arme” una historia que puede ser bien distinta de acuerdo con la experiencia y las necesidades de cada individuo. Más democracia literaria es imposible.

A esa estirpe pertenecen las piezas que Carlos Cabrera ha reunido bajo el título revelador de Conjuros, una colección de 45 microcuentos que optan por lo esencial narrativo y se apartan con decisión del lenguaje poético o de la abstracción filosófica, a los que en muchas ocasiones conduce la síntesis extrema y sugerente de esa modalidad escritural. Incluso, si bien en algunos casos maneja elementos fantásticos con notable eficacia y pocos remilgos ―en “La escalera”, por ejemplo; o en algunos cuentos que juegan con el tiempo, como “Cuadro” o “El pianista”―, estos no constituyen el centro narrativo-conceptual para la generalidad del volumen.

Quiero decir que Carlos Cabrera apuesta sin temor al oficio de narrar y organiza una obra de lectura atractiva, que a primera vista parece no encerrar mayores complejidades. Sólo parece. Como ocurre con harta frecuencia, una segunda mirada demuestra enseguida que lo sencillo puede terminar por conducirnos también hacia lo más hondo. Y es en el terreno de lo ingenioso, de la suave sorpresa, de la síntesis sugestiva, donde Conjuros encuentra sus mejores resultados: “¡Es una montura soberbia! dijo el jinete. Y avanzó hacia el brioso corcel, decidido a montarlo. Afincaba su recia y alta bota en el estribo (muy tarde ya, pues,  para reaccionar) cuando descubrió atónito que el soberbio animal había tomado idéntica resolución con respecto a él” (“Jinete”).

Ahora bien, donde esas armas literarias alcanzan su máximo poder dentro del volumen es en el libre manejo de la intertextualidad, en la ejecución de una relectura cuya efectividad crece todavía más cuando se realiza con un elegante y aparentemente nada pretencioso gesto de suave ironía que, como en un juego implacable, puede ensañarse con cualquier discurso ajeno, desde textos literarios “El arquero”, pasando por piezas paremiológicas “Los ojos del amo”, hasta cebarse sin piedad en hábitos cotidianos o en codificaciones muy calcificadas por los géneros de la cultura de masas, como en esta muestra sobresaliente: “Miró con tanta intensidad y concentrada atención a la bella mujer que su imagen terminó grabándosele en la retina. Desde entonces, mire a donde mire, no ve más que su dolorosa, insoportable ausencia” (“Mirada”).

Pero cuidado... mucha atención. Hay a lo largo de Conjuros una serie de índices que el lector no debe pasar por alto. En principio, la inmensa mayoría de las piezas que componen el volumen adoptan una clara distancia con respecto a lo que podemos entender como la realidad palmaria en que viven su autor y sus presuntos lectores. En ellas se manejan personajes, escenarios, épocas, maneras lingüísticas, creencias, etc., que pertenecen a otros ámbitos o a otros momentos literarios. La advertencia es diáfana: Carlos Cabrera no desea condicionar una lectura de sus textos que busque comprobación automática en el referente real inmediato. Quiere un lector abierto, ajeno a las mañas del “realismo crítico”, decidido a tensar todas sus potencias imaginativas para mirar ante todo dentro del ser humano.

En fin, se está solicitando un lector activo y decidido a participar, capaz de aportar algo más que su perspectiva a la hora de asumir el hecho literario. Un lector que se atreva a completar el acto narrativo y que, para lograr esto, sepa que sólo podrá valerse de los más auténticos recursos que provee la literatura, al margen de los cómodos escapes habituales hacia la lectura política o sociologizante. Puesto en ese camino, Carlos Cabrera puede moverse con soltura por los predios que marcó el paradigma de Monterroso, incluso a veces se acerca mucho a él: “Perdido en el oscuro y sinuoso laberinto del sueño, ya no supo más cómo regresar a la vigilia” (“Perdido”). Pero, por suerte, define su proyecto y da un paso más allá, al hacer que el lector pase a formar parte de la historia narrada (“El escritor”), en un giro elegante que es propuesta, acercamiento y, de paso, nos regresa a la vocación colectiva de la milenaria tradición oral, a los orígenes mismos del cuento.

No se llamen a engaño. Nada de casual o de ingenuo hay en esas señales. Tal exigencia de un lector activo se encuentra contenida en el propio título del volumen. Un conjuro es encantamiento, hechizo, pero es también la acción de conjurar; es decir, la unión de varias personas bajo juramento para conspirar. Con este libro, Carlos Cabrera les invita a entrar en la conspiración de la literatura abrazados al más rotundo compromiso espiritual. ¡Están advertidos!

 

 



 

Acerca del Autor

José M. Fernández Pequeño ha publicado una veintena de libros en géneros como el ensayo, la narrativa y la literatura para niños. Nació en Cuba, pero entre 1998 y 2013 se trasladó a la República Dominicana, cuya nacionalidad ostenta. Comenzó su carrera en la crítica literaria y el ensayo, con títulos como Cuba: la narrativa policial entre el querer y el poder (1994) y En el espíritu de las islas, los tiempos posibles de Max Henríquez Ureña (2003). Luego, su labor se concentró en la narrativa, con libros como El arma secreta (2014), Bredo, el pez (2017), la novela Tantas razones para odiar a Emilia (2021) y Se cortan chazo (2022). Entre otros, ha ganado el Premio Memoria (1997), organizado por la UNESCO; dos veces el Concurso Iberoamericano de Cuentos de Casa de Teatro (2001 y 2019); dos también los Premios Anuales de Literatura en la República Dominicana (2013 y 2016); y los Florida Book Awards (2014). Actualmente vive y trabaja en Miami.

 

 

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